Taller mecánico público
Anoche tuve un sueño. En verdad, fue una pesadilla. Soñé que todas las empresas eran públicas, incluyendo el único taller mecánico que teníamos en Palencia. Soñé también que tenía que cambiar el aceite de mi coche, un coche viejo y feo, pero era el que el Estado había decidido que me correspondía. El sueño transcurrió así:
Llegué con mi coche al taller pero tuve que aparcar en un descampado anejo, no había sitio en el parking. La culpa es mía, se me olvidaba que nunca se encuentra sitio a partir de las seis y media. Según me acercaba a la entrada del taller puede observar la escultura alegórica, con fuente incluida, que ocupa el espacio equivalente a un tercio de la zona de aparcamiento, que hay en la entrada. Pasé por debajo del gran cartel que reza: TALLER PROVINCIAL DE PALENCIA, y me puse en la cola.
A las ocho se encendieron todas las luces, ya solo tuvimos que esperar otros veinte minutos para que empezaran a atendernos. Mientras esperaba pude observar el taller, la nave ocupa unas veinte hectáreas, de las cuales solo dos son para el taller propiamente dicho, el resto están ocupadas por despachos para los mandos superiores, intermedios, medianos, pequeños y para los representantes sindicales. También hay salas de reuniones, de descanso del personal, de ocio, etc. La zona de taller está colapsada, hay dos coches por puesto, los pasillos están llenos de vehículos desmontados y cuando empieza la activad, se puede ver a mucho mecánico yendo de un lado para otro, sin pararse en ningún sitio.
A las diez llegó mi turno en recepción, no había puesto mi cartilla automovilística sobre el mostrador, cuando apareció un bata blanca que agarrando de un brazo al encorbatado que me tenía que atender, le dijo: “Oye, estoy desfallecido. Nos vamos a tomar un café.” Acto seguido, el encorbatado saca un cartel de debajo del mostrador, lo coloca sobre este y se va. En el cartel ponía: VOLVEMOS EN CINCO MINUTOS. Tres cuartos de hora después, estaba despistado mirando el techo cuando oigo un voz, que me increpa: “Vamos, vamos, que no tengo todo el día”. Era el encorbatado que había vuelto. Le entrego mi cartilla automovilística, la carta enviada por la Central de Auto donde me indicaba que tenía que pedir hora para cambiar el aceite de mi coche, el permiso de circulación, el certificado de penales, el Libro del Auto, mi cartilla de servicios públicos puesta el día y cuando le iba dar el resto de la documentación obligatoria, el encorbatado me dice: “Vale, vale, con esto se suficiente”.
Revisa la documentación entregada y me pregunta: “¿Cuántos kilómetros tiene su coche?”
–Quinientos cuarenta y ocho mil –respondí.
–Entonces, ¿por qué viene tan pronto? Aún le faltan dos mil kilómetros para cambiar el aceite. La carta es un recordatorio para que sepa que tiene la obligación de hacerlo, pero en su momento.
–Ya –dije bajando la cabeza– pero como luego tardan mucho en dar la cita me gusta venir con tiempo.
–¿Y en tres meses va a hacer dos mil kilómetros?
–Es que utilizo el coche para ir al trabajo –le respondí.
–Claro, así desgastamos el vehículo, como ya estamos los demás para arreglarlo. Así nos va, que nos salen los coches por las orejas. Si solo tenían que permitir comprar un coche a aquellos que realmente lo necesitan. Mucho vicio es lo que hay en este país –me dijo, sin mirarme, mientras me sellaba y databa la carta– Venga ese día y le cambiaremos el aceite. SIGUIENTE.
En ese punto, el sueño daba un salto en el tiempo y me llevaba al mismo sitio tres meses después. Esta vez había madrugado, allí estaba a las cinco de la mañana pero tampoco encontré sitio en el parking, los tres únicos sitios que no están reservados para empleados y cargos, ya estaban ocupados. Gracias a que había ido temprano, conseguí estar el sexto en la cola. Con un poco de suerte no tendré que hacer noche en el taller.
A las nueve, me hicieron pasar al taller. “Pasé al puesto número cinco” –me ladró el encorbatado que me recibió en recepción. No era el mismo del otro día.– “Dígale al anciano que está en el mismo puesto que le haga sitio. Que tienen que entrar los dos.” Para allá dirigí mi coche, evitando golpear a los que estaban siendo reparados en los pasillos. Tuve que ayudar al anciano a mover su coche, que era aún más viejo que él. Y allí nos sentamos los dos a esperar que nos atendieran.
–Y usted, ¿a qué viene al taller? –le pregunté al anciano.
–Yo, a que me inflen los neumáticos.
–Pero, para eso no es necesario venir al taller. Si no quiere hacerlo usted mismo, en cualquier gasolinera se lo hacen –le dije extrañado.
–Si, pero aquí me lo hacen mejor y como no tengo nada que hacer, no me importa esperar.
Y así pasamos las horas, el anciano y yo, hablando de nuestros coches. Que si me quejaba de que el mío era viejo y estaba mal, teníais que haber visto el de ese señor. Hacía siglos que se habían dejado de fabricar. A eso de la una de la tarde vino un bata blanca y me dijo: “Levante el capó del coche”. Lo examinó y mientras apuntaba algo en el formulario que traía, me preguntó: “¿Ha venido a que le cambien el aceite?”
–Sí –respondí lacónicamente.
–Bien, dentro de un momento vendrá un TCA (técnico en cambio de aceite) y le atenderá –me dijo sin dejar de escribir.– Y USTED –gritó dirigiéndose al anciano– OTRA VEZ AQUÍ. No sé da cuenta que nos hace perder el tiempo, que colapsa la atención mecánica al venir aquí para realizar arreglos que pueden hacérselos en cualquier gasolinera. Ahora mando a un TPA (técnico en pequeños arreglos) para que le inflen las ruedas y deje el sitio libre para aquellos coches que están estropeados de verdad. Y QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ QUE VIENE PARA ESTO –terminó de gritar mientras se iba.
–Lo siento –apenas llegó a balbucear el anciano.
A las cinco de la tarde llegó un hombre vestido con un mono de trabajo. Miró mi coche y dijo dirigiéndose al techo: “Pero nadie ha retirado el aceite viejo de este coche. Claro se tocan las narices toda la mañana y nos dejan para el turno de la tarde los marrones.” Quitó el tapón del depósito del aceite y me dijo: “Cuando termine de salir todo el aceite, pulsa ese botón –señalando un botón rojo que había en la pared– y vendré para ponerle el nuevo” –miró al viejo, que aún estaba allí y sin decirle nada se fue.
Cuando dejó de gotear el depósito del aceite de mi coche, pulsé el botón rojo y una luz, también roja, se encendió en lo alto. Después de esperar dos horas, sin que el TCA viniese, salí del puesto para buscarlo. Lo vi saliendo de una sala. Le intercepté y le dije: “Oiga, ya ha terminado todo el aceite de salir.”
–¿Ha pulsado el botón rojo, como le dije?
–Sí, hace dos horas, pero no ha venido nadie.
–Bueno, pues espere allí un momento que en cuanto pueda me acerco. Y no salga más del puesto, que se llena el pasillo de gente y nos dejan trabajar –me dijo, mientras se iba en dirección contraria a donde esperaba mi coche.
Volví, me senté junto al anciano y esperé. A las doce de la noche, asomó la cabeza una bata blanca y nos preguntó: “¿Van a quedarse a dormir aquí? Se lo pregunto porque si se quedan no tenemos que pasar a ver como están los coches.” Miré al anciano y respondí por los dos: “Sí, nos quedamos.”
–Perfecto, si necesitan algo nos llaman pulsado al botón rojo.
–Perdone, señorita –le dije, levantándome y antes de que terminase de irse– ¿Cuándo van a terminar de arreglarnos los coches?
–No se preocupe, el fin de semana lo pasan en casa. Ya verán –me respondió, mientras se iba, impidiendo que le diese la réplica.
A la mañana siguiente a eso de las doce, vino otro hombre vestido con un mono de trabajo y arrastrando un compresor. Sin decir nada fue inflando las ruedas del coche del anciano. Cuando terminó, firmó un papel, se lo entregó al viejo y le dijo: “Pasé por recepción antes de irse.” Recogió la manguera del compresor y se fue.
–Bueno, pues yo ya he terminado. Al final no sido para tanto –me dijo el anciano, sonriéndome.
–Hombre, según se mire –le dije– y ya sabe, la próxima vez vaya a una gasolinera.
–¡Las narices! La próxima vez vuelvo aquí y si les molesta que les den. Que para eso están –dijo, poniendo los brazos en jarra– pues nada, lo dicho, que le sea leve y nos vemos –y con esas se fue.
A las seis, por fin, me pusieron el aceite nuevo. Pero el TCA me informó que para comprobar que este asentaba bien, lo mejor sería que pasase la noche en el taller y que al día siguiente ya podría llevármelo, siempre y cuando le prometiese que al principio no le forzase mucho y que los primeros días iría al trabajo andando.
Al día siguiente, a las doce, cuando estaba rellenando la documentación para poder sacar el coche del taller. El recepcionista, que volvía a ser el encorbatado del primer día, me dijo: “Vete pensando en hacerle una revisión completa al motor, que aquí pone que el cárter (sí, en el mundo de los talleres mecánicos públicos, los coches aún tiene cárter) no anda nada bien.”
–Yo tenía la intención de poder cambiar de coche en los próximos años. He oído hablar de uno que tiene las ventanillas que se bajan y se suben con un botón.
–Pues lo tiene claro. Este coche aún tiene al menos quince años de vida. Y el coche de que me habla es un coche de mucha categoría, solo asequible a los políticos, altos funcionarios y al presidente de la federación de asociaciones de vecinos. Ni usted, ni yo llegaremos nunca a tener uno de esos –me dijo, mirándome con altanería.
–Vaya, con la ilusión que me hacía. Para esa revisión, ¿puedo pedir cita ahora? –pregunté.
–No, aquí no es. Tiene que pedir cita con el vendedor de coches que le corresponda, este le revisará el coche y le dirá si realmente le hace falta dicha revisión. Si le hace falta, le dará un volante, que deberá presentarlo en la delegación provincial de la Central del Auto y ya le mandarán una carta con la citación. ¿Le ha quedado claro?
–Sí, sí, muchas gracias por todo –le dije, recogiendo toda la documentación y saliendo a la calle donde mi coche me esperaba.
Entonces me desperté, empapado en sudor, pero feliz por no vivir en un mundo donde los talleres mecánicos son públicos. Me he duchado y vestido rápido porque tenía cita con el médico. Y aquí estoy, escribiendo esto desde la sala de espera del hospital. En cualquier momento me llaman.
Llegué con mi coche al taller pero tuve que aparcar en un descampado anejo, no había sitio en el parking. La culpa es mía, se me olvidaba que nunca se encuentra sitio a partir de las seis y media. Según me acercaba a la entrada del taller puede observar la escultura alegórica, con fuente incluida, que ocupa el espacio equivalente a un tercio de la zona de aparcamiento, que hay en la entrada. Pasé por debajo del gran cartel que reza: TALLER PROVINCIAL DE PALENCIA, y me puse en la cola.
A las ocho se encendieron todas las luces, ya solo tuvimos que esperar otros veinte minutos para que empezaran a atendernos. Mientras esperaba pude observar el taller, la nave ocupa unas veinte hectáreas, de las cuales solo dos son para el taller propiamente dicho, el resto están ocupadas por despachos para los mandos superiores, intermedios, medianos, pequeños y para los representantes sindicales. También hay salas de reuniones, de descanso del personal, de ocio, etc. La zona de taller está colapsada, hay dos coches por puesto, los pasillos están llenos de vehículos desmontados y cuando empieza la activad, se puede ver a mucho mecánico yendo de un lado para otro, sin pararse en ningún sitio.
A las diez llegó mi turno en recepción, no había puesto mi cartilla automovilística sobre el mostrador, cuando apareció un bata blanca que agarrando de un brazo al encorbatado que me tenía que atender, le dijo: “Oye, estoy desfallecido. Nos vamos a tomar un café.” Acto seguido, el encorbatado saca un cartel de debajo del mostrador, lo coloca sobre este y se va. En el cartel ponía: VOLVEMOS EN CINCO MINUTOS. Tres cuartos de hora después, estaba despistado mirando el techo cuando oigo un voz, que me increpa: “Vamos, vamos, que no tengo todo el día”. Era el encorbatado que había vuelto. Le entrego mi cartilla automovilística, la carta enviada por la Central de Auto donde me indicaba que tenía que pedir hora para cambiar el aceite de mi coche, el permiso de circulación, el certificado de penales, el Libro del Auto, mi cartilla de servicios públicos puesta el día y cuando le iba dar el resto de la documentación obligatoria, el encorbatado me dice: “Vale, vale, con esto se suficiente”.
Revisa la documentación entregada y me pregunta: “¿Cuántos kilómetros tiene su coche?”
–Quinientos cuarenta y ocho mil –respondí.
–Entonces, ¿por qué viene tan pronto? Aún le faltan dos mil kilómetros para cambiar el aceite. La carta es un recordatorio para que sepa que tiene la obligación de hacerlo, pero en su momento.
–Ya –dije bajando la cabeza– pero como luego tardan mucho en dar la cita me gusta venir con tiempo.
–¿Y en tres meses va a hacer dos mil kilómetros?
–Es que utilizo el coche para ir al trabajo –le respondí.
–Claro, así desgastamos el vehículo, como ya estamos los demás para arreglarlo. Así nos va, que nos salen los coches por las orejas. Si solo tenían que permitir comprar un coche a aquellos que realmente lo necesitan. Mucho vicio es lo que hay en este país –me dijo, sin mirarme, mientras me sellaba y databa la carta– Venga ese día y le cambiaremos el aceite. SIGUIENTE.
En ese punto, el sueño daba un salto en el tiempo y me llevaba al mismo sitio tres meses después. Esta vez había madrugado, allí estaba a las cinco de la mañana pero tampoco encontré sitio en el parking, los tres únicos sitios que no están reservados para empleados y cargos, ya estaban ocupados. Gracias a que había ido temprano, conseguí estar el sexto en la cola. Con un poco de suerte no tendré que hacer noche en el taller.
A las nueve, me hicieron pasar al taller. “Pasé al puesto número cinco” –me ladró el encorbatado que me recibió en recepción. No era el mismo del otro día.– “Dígale al anciano que está en el mismo puesto que le haga sitio. Que tienen que entrar los dos.” Para allá dirigí mi coche, evitando golpear a los que estaban siendo reparados en los pasillos. Tuve que ayudar al anciano a mover su coche, que era aún más viejo que él. Y allí nos sentamos los dos a esperar que nos atendieran.
–Y usted, ¿a qué viene al taller? –le pregunté al anciano.
–Yo, a que me inflen los neumáticos.
–Pero, para eso no es necesario venir al taller. Si no quiere hacerlo usted mismo, en cualquier gasolinera se lo hacen –le dije extrañado.
–Si, pero aquí me lo hacen mejor y como no tengo nada que hacer, no me importa esperar.
Y así pasamos las horas, el anciano y yo, hablando de nuestros coches. Que si me quejaba de que el mío era viejo y estaba mal, teníais que haber visto el de ese señor. Hacía siglos que se habían dejado de fabricar. A eso de la una de la tarde vino un bata blanca y me dijo: “Levante el capó del coche”. Lo examinó y mientras apuntaba algo en el formulario que traía, me preguntó: “¿Ha venido a que le cambien el aceite?”
–Sí –respondí lacónicamente.
–Bien, dentro de un momento vendrá un TCA (técnico en cambio de aceite) y le atenderá –me dijo sin dejar de escribir.– Y USTED –gritó dirigiéndose al anciano– OTRA VEZ AQUÍ. No sé da cuenta que nos hace perder el tiempo, que colapsa la atención mecánica al venir aquí para realizar arreglos que pueden hacérselos en cualquier gasolinera. Ahora mando a un TPA (técnico en pequeños arreglos) para que le inflen las ruedas y deje el sitio libre para aquellos coches que están estropeados de verdad. Y QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ QUE VIENE PARA ESTO –terminó de gritar mientras se iba.
–Lo siento –apenas llegó a balbucear el anciano.
A las cinco de la tarde llegó un hombre vestido con un mono de trabajo. Miró mi coche y dijo dirigiéndose al techo: “Pero nadie ha retirado el aceite viejo de este coche. Claro se tocan las narices toda la mañana y nos dejan para el turno de la tarde los marrones.” Quitó el tapón del depósito del aceite y me dijo: “Cuando termine de salir todo el aceite, pulsa ese botón –señalando un botón rojo que había en la pared– y vendré para ponerle el nuevo” –miró al viejo, que aún estaba allí y sin decirle nada se fue.
Cuando dejó de gotear el depósito del aceite de mi coche, pulsé el botón rojo y una luz, también roja, se encendió en lo alto. Después de esperar dos horas, sin que el TCA viniese, salí del puesto para buscarlo. Lo vi saliendo de una sala. Le intercepté y le dije: “Oiga, ya ha terminado todo el aceite de salir.”
–¿Ha pulsado el botón rojo, como le dije?
–Sí, hace dos horas, pero no ha venido nadie.
–Bueno, pues espere allí un momento que en cuanto pueda me acerco. Y no salga más del puesto, que se llena el pasillo de gente y nos dejan trabajar –me dijo, mientras se iba en dirección contraria a donde esperaba mi coche.
Volví, me senté junto al anciano y esperé. A las doce de la noche, asomó la cabeza una bata blanca y nos preguntó: “¿Van a quedarse a dormir aquí? Se lo pregunto porque si se quedan no tenemos que pasar a ver como están los coches.” Miré al anciano y respondí por los dos: “Sí, nos quedamos.”
–Perfecto, si necesitan algo nos llaman pulsado al botón rojo.
–Perdone, señorita –le dije, levantándome y antes de que terminase de irse– ¿Cuándo van a terminar de arreglarnos los coches?
–No se preocupe, el fin de semana lo pasan en casa. Ya verán –me respondió, mientras se iba, impidiendo que le diese la réplica.
A la mañana siguiente a eso de las doce, vino otro hombre vestido con un mono de trabajo y arrastrando un compresor. Sin decir nada fue inflando las ruedas del coche del anciano. Cuando terminó, firmó un papel, se lo entregó al viejo y le dijo: “Pasé por recepción antes de irse.” Recogió la manguera del compresor y se fue.
–Bueno, pues yo ya he terminado. Al final no sido para tanto –me dijo el anciano, sonriéndome.
–Hombre, según se mire –le dije– y ya sabe, la próxima vez vaya a una gasolinera.
–¡Las narices! La próxima vez vuelvo aquí y si les molesta que les den. Que para eso están –dijo, poniendo los brazos en jarra– pues nada, lo dicho, que le sea leve y nos vemos –y con esas se fue.
A las seis, por fin, me pusieron el aceite nuevo. Pero el TCA me informó que para comprobar que este asentaba bien, lo mejor sería que pasase la noche en el taller y que al día siguiente ya podría llevármelo, siempre y cuando le prometiese que al principio no le forzase mucho y que los primeros días iría al trabajo andando.
Al día siguiente, a las doce, cuando estaba rellenando la documentación para poder sacar el coche del taller. El recepcionista, que volvía a ser el encorbatado del primer día, me dijo: “Vete pensando en hacerle una revisión completa al motor, que aquí pone que el cárter (sí, en el mundo de los talleres mecánicos públicos, los coches aún tiene cárter) no anda nada bien.”
–Yo tenía la intención de poder cambiar de coche en los próximos años. He oído hablar de uno que tiene las ventanillas que se bajan y se suben con un botón.
–Pues lo tiene claro. Este coche aún tiene al menos quince años de vida. Y el coche de que me habla es un coche de mucha categoría, solo asequible a los políticos, altos funcionarios y al presidente de la federación de asociaciones de vecinos. Ni usted, ni yo llegaremos nunca a tener uno de esos –me dijo, mirándome con altanería.
–Vaya, con la ilusión que me hacía. Para esa revisión, ¿puedo pedir cita ahora? –pregunté.
–No, aquí no es. Tiene que pedir cita con el vendedor de coches que le corresponda, este le revisará el coche y le dirá si realmente le hace falta dicha revisión. Si le hace falta, le dará un volante, que deberá presentarlo en la delegación provincial de la Central del Auto y ya le mandarán una carta con la citación. ¿Le ha quedado claro?
–Sí, sí, muchas gracias por todo –le dije, recogiendo toda la documentación y saliendo a la calle donde mi coche me esperaba.
Entonces me desperté, empapado en sudor, pero feliz por no vivir en un mundo donde los talleres mecánicos son públicos. Me he duchado y vestido rápido porque tenía cita con el médico. Y aquí estoy, escribiendo esto desde la sala de espera del hospital. En cualquier momento me llaman.
Hay tiempo libre eh?
ResponderEliminaro noches de insomnio
ResponderEliminarMuy bueno, sí señor
ResponderEliminarBueno y currado D. Jorge, el próximo, sobre el servicio de "desesperación al cliente" de las empresas "privadas" de telefonía, seguro que lo borda.
ResponderEliminarImpresionante!!!
ResponderEliminarcuantas veces he mirado a una persona (mayormente funcionario) e interiormente he dicho "este en una empresa privada..no duraba ni una tarde"...pero que nadie se mosquee!!!!yo lo entiendo!!!no se puede ni debe generalizar. Yo he tratado y conozco funcionarios muy competentes y muy currantes...y los que no....tambien los entiendo...a mí que mi padre me educó en la filosofia de ponerse siempre en la piel de los demas, me gustaria que todos nos pusieramos en la piel de una persona que tiene un trabajo del que hagas lo que hagas no te pueden despedir, super rutinario y casi siempre mal pagado y sin visos de prosperar a un puesto mejor....veriamos a ver si nos matabamos todos a currar y trabajabamos todos los dias con una sonrisa en la boca!!!!
ResponderEliminarLa mayoría de los que llegan a la empres pública desde una privada, se quedan atónitos y con la sensación de haber llegado tarde al país de las maravillas. Un país en el que se suele encontrar, ademas de los deberes, muchos derechos:Flexibilidad en el horario. Un tiempo para el café (compras, encargos). Tiempo (sin miedo a represalias) para las visitas al médico, dentista rehabilitación..,moscosos y vacaciones hasta el último minuto, y en algunas ocasiones falta de tiempo para atender a los requerimientos que rozan la hora de salida, precisamente de los ciudadanos que con sus impuestos les pagan mes tras mes.
ResponderEliminarestoy muy de acuerdo con la entrada y el anónimo nº 6.
Del #6
ResponderEliminar"super rutinario y casi siempre mal pagado y sin visos de prosperar a un puesto mejor....veriamos a ver si nos matabamos todos a currar y trabajabamos todos los dias con una sonrisa en la boca!!!!"
---------------------------------------------------------------
Ahm.
Asumiendo como cierto lo de "casi siempre mal pagado", bonitas justificaciones para incumplimientos de contratos.
pues tener un puesto de trabajo rutinario,mal pagado y sin proyección....es lo mejorcito para estar contento en esta vida!!! vamos!! lo que se dice levantarse dia a dia con una sonrisa!!!.
ResponderEliminarMira has dado en el clavo 8: si esto te pasa en una empresa privada..tragas saliva y cumples tu contrato y con tus funciones, y la UNICA razón para hacer esto y aguantar en esa situación es el miedo a quedarte sin trabajo ¿no?, pues si eliminas ese miedo, ya me contaras tú que te empuja a realizar tu cometido bien dia a dia.vuelvo a repetir lo de ponerse en la piel de los demas....
¿En qué empresa privada trabajas tu, Jorge?
ResponderEliminarYa estamos con las bobadas de siempre. He escrito en muchas ocasiones que Adam Smith que abogaba por la supresión de los aranceles era inspector de aduanas. Quién mejor que un aduanero para saber los efectos perniciosos de las aduanas. Pues aquí lo mismo, o acaso está más legitimado un envidioso del funcionario público para hablar de los efectos negativos de la excesiva burocratización de la administración pública. Que no sabe de lo que habla y solo critica al funcionario, porque le considera vago, en vez de al sistema que hace ineficiente el trabajo de ese funcionario. Trabajo en la administración pública y por eso sé de lo que hablo; y aunque no lo supiese siempre tendré el derecho de hablar de lo que quiera.
ResponderEliminarMuy bueno lo del taller, sobre todo ahora que iran los técnicos asesores de Rajoy. En cuanto al que habla de los funcionarios solo espero que quien le puso a él así no me ponga a mí.
ResponderEliminarOpinión respetable y bien argumentada. Con humor es más fácil de llegar incluso a los que piensan distinto. Un saludo y enhorabuena.
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